Basada en Hechos Reales

El sonido del timbre rompió la quietud de la tarde. Diana vestía una blusa algo transparente que insinuaba las curvas de su cuerpo y una falda que dejaba ver sus hermosas piernas. Le encantaba sentirse deseada, disfrutar de las miradas furtivas que los hombres le dirigían, y en esta ocasión, su ex novio era quien iba a posar sus ojos sobre ella. Nada más.
O al menos, eso se decía.
Era curioso cómo, incluso después de que todo terminara, los ecos de lo que alguna vez fue seguían vibrando en el cuerpo, en la memoria. Habían compartido demasiado para que la indiferencia fuera real. Y aunque su relación se había disuelto, quedaban vestigios de deseo, momentos en los que su piel recordaba la forma en que él la había tocado, la había mirado, todo sin llegar a la intimidad.
No podía evitar sentirse un poco nerviosa. Quería verse bien. No, más que eso. Quería que él la mirara como lo hacía en aquellos días en los que su amor era ardiente, cuando su mirada la recorría con admiración y pasión. Se odiaba un poco por ello, pero también lo disfrutaba.
Respiró hondo y caminó hacia la puerta.
Diana titubeó antes de girar la perilla. Sabía que ese encuentro sería incómodo, pero no esperaba que su cuerpo reaccionara con un leve temblor al ver a Gregorio parado ahí, más maduro, más seguro de sí mismo. Su cabello, que solía llevar un poco desordenado, ahora estaba perfectamente peinado, y la camisa blanca que vestía resaltaba su físico trabajado, dejando en claro que él también se había preparado para ese momento, aunque la excusa fuera laboral. Habían pasado años desde su última conversación cara a cara. Ahora, él estaba ahí por motivos de trabajo, o al menos eso había dicho.
—Gracias por recibirme —dijo él con una media sonrisa mientras entraba.
Se sentaron en la sala, el ambiente cargado de una tensión subyacente. Hablaron de lo necesario, de oportunidades y posibilidades laborales, aunque sus palabras parecían flotar en el aire sin peso real. Gregorio hablaba, pero su mente vagaba. No podía evitarlo. Mirándola ahora, tan hermosa como antes, con esa blusa sutilmente translúcida y la forma en que cruzaba las piernas con naturalidad, recordaba los momentos que casi fueron, aquellos instantes en los que coqueteaban con descaro cuando eran jóvenes. Recordaba el calor que sentía cuando ella se inclinaba para recoger algo, la forma en que su falda se alzaba apenas lo suficiente para torturarlo, o cuando usaba aquellas prendas cortas que le dejaban la piel expuesta como una provocación involuntaria. Su voz lo traía de vuelta al presente, pero su cuerpo seguía anclado en el pasado, en el deseo que nunca se había apagado del todo, ese inconcluso que estaba ahí, siempre presente.
En un momento, Gregorio, presa del deseo, se olvidó de que tenía una novia en casa, dejó el tema a un lado y la miró con una intensidad que hizo que Diana desviara la vista.
—He pensado mucho en ti —confesó él, inclinándose levemente hacia ella—. En lo que tuvimos y en lo que nunca llegamos a hacer.
Diana sintió un escalofrío recorrerle la espalda y su rostro no pudo evitar sonrojarse. Se humedeció los labios antes de responder.
—Gregorio… Esos tiempos ya pasaron. Ahora somos otros, diferentes, no esos jóvenes locos e irresponsables de hace años.
Él asintió, pero su mente no obedecía. Lo sabía, claro que lo sabía. Pero no podía evitarlo. Frente a él estaba la misma mujer que alguna vez lo había vuelto loco, la que lo hacía perder la concentración con un simple cruce de piernas, la que tenía el poder de avivar un fuego en su interior con la forma en que reía o inclinaba la cabeza al mirarlo. Recordaba a esa Diana de años atrás, la que jugaba con su cabello mientras lo provocaba con una mirada inocente que escondía intenciones más traviesas, la que sabía exactamente cómo moverse para hacer que él la deseara aún más. Su piel, su mirada penetrante, su olor a mujer, la manera en que mordía ligeramente su labio cuando estaba nerviosa… Todo eso seguía ahí, intacto, como si el tiempo no hubiera pasado.
—Lo sé —murmuró, con una media sonrisa—. Pero no puedo evitarlo.
La sorpresa de la noche
Antes de que pudiera decir algo más, la puerta se abrió de golpe y Carlos entró con aire despreocupado. Ni Gregorio ni Diana habían escuchado el sonido de sus pasos subiendo las escaleras ni el giro de la llave en la cerradura. Estaban demasiado inmersos en la tensión del momento, en el peso de las miradas sostenidas, en los recuerdos que vibraban entre ellos sin necesidad de ser pronunciados.
Su aparición los sobresaltó. Saltaron como si fueran adolescentes atrapados en medio de un juego prohibido, el tipo de descubrimiento que acelera el pulso y deja la piel ardiendo. Carlos los observó con detenimiento, notando el rubor en el rostro de Diana y la rigidez en la postura de Gregorio. La escena le resultó curiosamente excitante.
Sabía de la visita. Diana le había hablado de ese viejo amor inconcluso, de la relación que nunca llegó a consumarse del todo, de los momentos que se quedaron flotando en el aire sin resolución. Carlos intuía que, aunque la vida los había separado, todavía quedaban rastros de deseo entre ellos, una chispa latente que ninguno de los dos había sido capaz de extinguir por completo. Le intrigaba la forma en que sus cuerpos aún respondían el uno al otro, cómo seguían siendo protagonistas de sus propias fantasías.
Pero, lejos de sentirse desplazado, Carlos disfrutó la escena. Le gustó saberse testigo de algo que quizás no estaba destinado a ser compartido. Le gustó ver cómo lo miraban con una mezcla de sorpresa y vergüenza, como si él fuera un intruso en su juego. Pero él no tenía intención de actuar como un padre que reprende a su hija por descubrir el placer. No. Prefería ser cómplice.
—¿Todo bien? —preguntó Carlos, sentándose junto a Diana y mirándola con curiosidad.
—Sí, todo bien —respondió ella rápidamente, pero su voz no logró ocultar el leve temblor que la traicionaba.
Gregorio se puso de pie, listo para despedirse, pero su cuerpo tenía otros planes. Y el deseo, cuando se apodera de un hombre, no se esconde. Es un delator implacable. En el instante en que se levantó, la tensión acumulada en su interior se hizo visible de la manera más primitiva y evidente: su erección marcaba el pantalón sin pudor.
Los hombres pueden disimular muchas cosas: una emoción, un pensamiento, incluso el amor. Pero el deseo es otra historia. Vive en el cuerpo, se manifiesta con crudeza, agolpando oleadas de sangre en un solo punto, hinchándolo de una presión que es placer y tormento a la vez. No es algo que se elija; simplemente ocurre. Es la expresión más honesta del deseo, la que no deja espacio para el engaño. Y Gregorio lo sintió como un golpe, como un recordatorio de que su cuerpo aún respondía a Diana con la misma intensidad de antes. Que, por más que el tiempo hubiera pasado, ella todavía tenía el poder de avivarlo con una simple mirada, con la forma en que desvió los ojos en ese instante, como si su sola presencia fuera suficiente para encenderlo.
Diana contuvo el aliento, su piel erizándose por la situación, y cuando alzó la vista, se encontró con los ojos de Carlos. Pero él no parecía molesto. No había celos, ni furia, ni incomodidad. Solo una sonrisa ladeada, un destello de diversión oscura en su mirada.
—Así que todavía la deseas —murmuró Carlos, entrecerrando los ojos.
Diana apartó la mirada, un rubor intenso en sus mejillas. Quiso huir, desaparecer, sumergirse en cualquier otra realidad donde no estuviera atrapada entre el deseo de su exnovio y la actitud indescifrable de su pareja. Pero antes de que pudiera moverse, Carlos la frenó con suavidad, su mano apenas un roce sobre su muñeca, lo suficiente para anclarla al momento.
Gregorio quedó paralizado. Su respiración se volvió entrecortada, y su erección, más que una traición, era un grito silencioso de todo lo que su cuerpo quería y no podía reclamar.
Diana y Carlos se quedaron frente a Gregorio, contemplándolo. No había necesidad de palabras. La escena hablaba por sí sola.
Carlos sonrió, con ese aire pausado de quien disfruta de un espectáculo exclusivo, uno en el que él no había tenido que hacer nada más que descubrirlos enredados en el deseo y los recuerdos de lo que alguna vez fueron. Se sintió extrañamente excitado por ello. Por estar en esa posición privilegiada, por haberlos sorprendido en un momento de vulnerabilidad, de fuego contenido. Hubo un destello de celos, sí, un latido pulsante de posesión, pero se disipó tan rápido como apareció. Diana lo amaba. Él lo sabía. Y él la amaba. No había nada que no compartieran, nada que el otro no supiera. Esa confianza absoluta era lo que hacía que ese instante no fuera un motivo de furia, sino de algo mucho más intrigante.
Carlos ladeó la cabeza y, con voz baja y entretenida, rompió el silencio.
—Mira, Diana, Gregorio no puede ocultar su deseo.
Ella tragó saliva, su mirada bajó instintivamente y se encontró con la imagen cruda de Gregorio, paralizado, incapaz de moverse o de decir una sola palabra. Su pecho subía y bajaba de manera errática, sus puños estaban tensos sobre sus muslos, pero la verdadera traición estaba en su entrepierna. Su erección se marcaba de forma innegable, y lo peor —o lo mejor— era que la humedad comenzaba a oscurecer la tela de su pantalón.
—Ajá… —murmuró Diana con voz temblorosa, sintiendo el calor treparle por la piel.
Carlos se inclinó un poco más hacia ella y, con la calma de quien tiene el control absoluto de la situación, la invitó a acercarse a Gregorio.
Gregorio no respondió. Su boca se entreabrió apenas, pero no logró articular palabra. El rubor en su rostro, esa mezcla de vergüenza y deseo insoportable, lo delató mucho más que cualquier intento de disimulo.
Diana sintió su propia piel arder cuando Carlos tomó su mano con suavidad y la deslizó lentamente sobre su propio muslo, como si quisiera enseñarle algo, como si la estuviera guiando hacia una decisión que ya estaba escrita en el aire. Luego, con la voz apenas un susurro contra su oído, le dijo:
—Hazlo.
Carlos y Diana estaban sentados en el sofá, uno junto al otro, mientras Gregorio permanecía de pie frente a ellos, paralizado, con el torso levemente inclinado hacia atrás como si su propio deseo lo empujara a resistirse, aunque su cuerpo lo traicionara.
Carlos la acercó con lentitud, su mano en la de ella, guiándola hasta que su rostro quedó apenas a centímetros de la entrepierna de Gregorio. Diana sintió el calor de su cuerpo irradiando a través del pantalón, la forma marcada y prominente de su erección atrapada, la humedad que comenzaba a oscurecer la tela en la punta. Sus labios se entreabrieron con un jadeo inaudible, y un estremecimiento recorrió su espalda al notar cada detalle con una claridad abrumadora.
El olor la envolvió. Un aroma profundo e inconfundible. La esencia masculina de Gregorio se mezclaba con el calor del momento, con el sudor leve de la tensión, con ese perfume amaderado que solía usar y que ahora se fusionaba con la fragancia primaria de un hombre en celo. Era una fragancia que hablaba de deseo contenido, de sangre latiendo en un solo punto, de un cuerpo suplicando por liberación.
Carlos observaba en silencio, con una mezcla de placer y dominio, disfrutando la escena que se desplegaba frente a él. Recordaba aquella noche de confesiones con Diana, cuando le había contado sobre sus primeros encuentros con Gregorio, sobre las caricias torpes e inexpertas, sobre el deseo latente que nunca llegó a desbordarse por completo. Ahora, el tiempo les daba una oportunidad distinta, una donde no había culpa ni dudas, solo una tensión palpable que se sentía como electricidad en el aire.
El aroma masculino aún flotaba en el ambiente, embriagador y primitivo, pero pronto dejó de ser lo único que percibía Diana. Carlos, con una calma casi estudiada, llevó la mano de Diana hasta la entrepierna de Gregorio, guiando sus movimientos con una sutileza que solo aumentaba la tensión en el ambiente.
Diana sintió el calor antes de que siquiera lo tocara. Su palma apenas rozó la tela, y la dureza latente bajo el pantalón le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Con la yema de los dedos, comenzó a recorrer lentamente la superficie, deslizándolos con una delicadeza tortuosa, palpando la firmeza bajo la tela como si se tratara de una niña curiosa que descubre el sexo masculino por primera vez.
El contacto fue eléctrico.
Gregorio cerró los ojos por un instante, su respiración entrecortada delatando el placer que lo asaltaba. Diana, en cambio, se permitió explorar con más atención, sintiendo la presión palpitante bajo sus dedos. La tela del pantalón estaba tibia, húmeda, y cuando sus dedos se deslizaron por la coronilla marcada, un leve espasmo recorrió el cuerpo de Gregorio, haciéndolo tensar los músculos de los muslos.
Un sonido grave escapó de su garganta, mitad suspiro, mitad gruñido, algo tan instintivo que parecía venir de un lugar más profundo que la razón.
Diana se mordió el labio, fascinada, atrapada en el momento. Carlos la observaba con una expresión de absoluta confianza, satisfecho de verla entregarse a esa experiencia sin reservas. No había duda en sus ojos, solo complicidad.
Gregorio, preso del deseo, desabotonó lentamente el cinturón y comenzó a bajar su pantalón, cada vez más expuesto ante ellos, su pantalón ahora en el suelo, dejando al descubierto sus piernas y muslos. Su piel temblorosa delataba la tensión insoportable que lo recorría, una mezcla de ansiedad y deseo acumulado que lo mantenía rígido, expectante.
Carlos, con la misma calma con la que había guiado a Diana hasta allí, tomó nuevamente su mano y la deslizó suavemente hasta las rodillas de Gregorio. Ya no había tela de por medio, solo la piel desnuda de su exnovio, cálida y temblorosa bajo el roce de sus dedos.
—Siente su piel —susurró Carlos, su voz baja, como si el momento exigiera ser tratado con delicadeza.
Diana aún sorprendida por la situación, obedeció, recorriendo con la yema de los dedos la superficie de sus rodillas, notando cómo Gregorio se estremecía con el contacto. Bajó primero, explorando con precaución, su respiración acompasándose con la de él, pero antes de que pudiera retirarse, Carlos la detuvo con una leve presión en su muñeca.
—No, amor… —susurró cerca de su oído—. Sube.
Diana tragó saliva, pensando al mismo tiempo en lo que estaba sucediendo, simplemente decidió avanzar y dejarse llevar. A dónde, ni idea, solo deslizó sus manos con más seguridad, ascendiendo por los muslos de Gregorio. Sentía la firmeza de su musculatura bajo la piel, la forma en que los pequeños espasmos de placer lo hacían reaccionar con cada caricia. Se atrevió a recorrer con más lentitud la parte interna de sus muslos, acercándose a la ingle cubierta de vellos, rozando los bordes del bóxer con la punta de los dedos.
Gregorio cerró los ojos y apretó los labios, tratando de controlar el temblor en su cuerpo. Pero Diana podía sentirlo en su piel, la tensión que lo atravesaba, la forma en que su deseo reprimido lo hacía estremecer con cada roce.
Carlos la observaba con una sonrisa sutil, fascinado por el control que tenía sobre el momento, por la confianza que los envolvía, por la manera en que Diana exploraba sin miedo, entregándose a la sensación de su tacto sobre otra piel que no era la suya, confiaba en ella, sabía que una vez decidida, nada la detendría.
—Eso es… —murmuró Carlos, disfrutando la escena.
El ambiente estaba impregnado de expectativa, de calor, de un deseo que flotaba entre ellos, denso y eléctrico.
Y entonces, sin apartar los ojos de Diana, y con voz profunda y serena Carlos susurró la siguiente invitación.
—Bájale el bóxer.
La seducción de su piel
Diana levantó la mirada, sus ojos brillantes reflejaban la mezcla de deseo y adrenalina. Su respiración se entrecortó, y por un instante, sintió que el aire en la habitación se volvía más denso, más pesado, como si la realidad misma estuviera cediendo ante el deseo latente que los envolvía. Cada fibra de su cuerpo vibraba con la intensidad del momento. No había palabras necesarias, solo la electricidad que se respiraba en el ambiente.
Gregorio permanecía inmóvil, tenso, su pecho subiendo y bajando con respiraciones irregulares, su piel erizada ante la proximidad de Diana, la cercanía de sus manos, de su aliento tibio. Sus músculos estaban rígidos, pero no por resistencia, sino por la avalancha de sensaciones que amenazaban con desbordarlo.
Sin apartar la vista de él, Diana obedeció con movimientos pausados, dejando que el momento fluyera con naturalidad. Sus dedos temblaban levemente mientras bajaban la tela, sintiendo la calidez que irradiaba su piel, el roce de los vellos masculinos contra sus nudillos, el aroma que se intensificaba, embriagándola con una mezcla de sudor y deseo puro.
La tensión se hizo tangible, envolviendo a los tres en una burbuja donde los límites del deseo se difuminaban. Carlos, observando la escena, sintió una punzada de excitación recorrer su espina dorsal. No solo por ver a Diana entregarse a sus deseos más reprimidos, sino porque él estaba en control. Él tenía el poder de decidir hasta dónde llegar, de liberarlos o de detenerlos. Pero, así como Diana dejaba que sus fantasías y deseos fueran expresados sin tapujos, él haría lo mismo por ella.
—Yo sé que me amas y sé que cuando eran jóvenes desearon cosas y no pudieron hacerlas —susurró Carlos.
—Ya es hora de que esos deseos se conviertan en realidad.
Diana volvió a tragar saliva, sus emociones entremezcladas entre la nostalgia y el deseo. Su mirada recorrió a Gregorio lentamente, con la curiosidad de quien revive un recuerdo de manera tangible, sintiendo cómo su piel se encendía con cada pensamiento no expresado en el pasado. Lo tenía ahí, frente a ella, ya no como el chico temeroso que se reprimía en su juventud, sino como un hombre que temblaba bajo su tacto, que ardía en la misma llama de la que ella era parte.
—Contémplalo —susurró Carlos, su aliento tibio contra su oído.
—Piensa en todo lo que nunca sucedió cuando eran jóvenes.
Gregorio temblaba, no solo por la intensidad del momento, sino porque su mente estaba atrapada en la pasión y el deseo desenfrenado que siempre había sentido por Diana. Los miedos y las confusiones de la juventud habían impedido que sus cuerpos se encontraran entonces, y ahora, frente a ella, se daba cuenta de que ese instante no se repetiría. Por eso se dejó llevar, sin cuestionar los comportamientos de Carlos, sin dudar del fuego que ardía en la mirada de Diana. La noche aparecía y la sentía suya, un eco del pasado convertido en presente fugaz.
Las ropas empezaron a ser una barrera, una molestia innecesaria que Carlos no estaba dispuesto a tolerar. Sus dedos, con movimientos pausados y calculados, comenzaron a desvestir a Diana, deslizando la blusa por los hombros, dejando expuesta la piel que Gregorio tanto había anhelado ver, aquella que Carlos conocía mejor que nadie y que hacía parte de sus sueños y fantasías. Cada prenda que caía avivaba el fuego en la habitación. Carlos ya la había visto desnuda infinidad de veces, pero cada vez que la contemplaba así, su deseo se encendía con la misma intensidad salvaje y apasionada.
Cuando Diana quedó en ropa interior, volvió su atención a Gregorio, recorriéndolo con la mirada y el tacto. Sus dedos se deslizaron con lentitud por su pecho, sus costados, sintiendo la calidez de su piel, la respiración agitada bajo sus yemas. El momento la atrapaba, la absorbía, cada caricia era una exploración del pasado y una reafirmación del presente.
Carlos se acercó a ella, sus labios rozando su oído, su voz firme pero pausada, cargada de intención.
—Puedes tocarlo por todas partes, pero no puedes besarlo. Si quieres besar a alguien, bésame a mí.
Diana se estremeció, y sin dudarlo, giró rápidamente hacia Carlos. Sus ojos ardían, la excitación dibujada en cada gesto. Lo tomó por el rostro y lo besó con una pasión desbocada, sus labios encontrándose con hambre contenida, su lengua explorando con ansias, bebiéndose mutuamente mientras Gregorio observaba, incapaz de apartar la vista.
El deseo dentro de Gregorio se avivó aún más al ver la entrega de Diana, la forma en que su cuerpo respondía con desenfreno al de Carlos. No pudo evitar imaginar esos labios recorriéndolo, esa lengua deslizándose por su piel, ese frenesí dirigido hacia él. Su respiración se volvió aún más errática, su piel ardía por la necesidad de sentir esa boca sobre él, de experimentar ese mismo deseo desenfrenado que se desbordaba ante sus ojos.
—Desnúdame —susurró Carlos contra los labios de Diana.
Diana, colmada de pasión, sintió cómo su piel vibraba al escuchar esas palabras. No podía creer que tenía a dos hombres importantes en su vida completamente a su disposición. Ambos se lo permitían, ambos la deseaban. Sin dudarlo, de manera desbocada, le quitó el saco a Carlos, dejando su pecho al descubierto. Sus manos, ávidas de más, descendieron hasta el pantalón, queriendo despojarlo de él lo antes posible para sentir su cuerpo desnudo junto al de su ex.
Gregorio la observó, sus ojos recorriendo cada milímetro de su cuerpo apenas cubierto por los pantys y el sostén, su respiración entrecortada mientras se sumergía en la imagen de su piel iluminada por la tenue luz de la habitación. Su piel acaramelada, sus hermosos senos pequeños, sus piernas suaves y gruesas, su espalda arqueada con ese lunar que llamaba su atención en esos paseos de piscina, sus hombros desnudos… Todo en ella evocaba la juventud que compartieron, pero con una madurez que la volvía aún más irresistible.
El deseo se hacía intolerable.
Su piel ardía, su mente era un torbellino de imágenes y recuerdos, de lo que fue y lo que nunca llegó a ser. Ahora, no había nada que los detuviera. La intensidad del momento lo envolvía por completo, atrapándolo en un vértigo de nostalgia y deseo. No le importaba nada más. solo Diana, solo ella.
Diana sintió el calor de Carlos detrás de ella, su cuerpo desnudo pegado al suyo, su aliento cálido rozándole el cuello. Frente a ella, Gregorio permanecía de pie, completamente expuesto, con el pecho subiendo y bajando con cada respiración pesada, atrapado entre la ansiedad y el deseo.
El ímpetu de mujer sensual
Por un instante, todo se detuvo.
El tiempo pareció ralentizarse en la habitación cargada de excitación, y Diana se encontró en el centro de todo. Siempre calculaba hasta donde podía ser guiada, conducida, moldeada por las decisiones de los hombres en su vida. Carlos, con su seguridad aplastante y su dominio sutil, la había llevado hasta ese punto, y Gregorio, con su nostalgia y deseo reprimido, había esperado su respuesta, su permiso.
Este era justo ese momento, el de otorgar permisos, de otorgarse el permiso de sentir. Una chispa se encendió en su interior.
No le gustaba ser controlada. Nunca le había gustado. Toda su vida, los hombres la habían deseado, la habían mirado con anhelo, habían tratado de poseerla de una u otra manera. Pero en ese instante, con dos hombres completamente entregados a ella, supo que el verdadero poder estaba en sus manos.
Respiró hondo, dejando que la sensación la invadiera por completo.
No iba a dejar que la condujeran más. Iba a tomar lo que era suyo.
Sonrió con lentitud, una sonrisa que ni Carlos ni Gregorio habían visto antes. Una sonrisa cargada de decisión, de fuego, de una seguridad inquebrantable.
—No —dijo de pronto, con voz firme, dando un paso adelante y alejándose del agarre de Carlos.
Ambos hombres la miraron con sorpresa.
—No voy a seguir siendo dirigida. Ni una vez.
El silencio en la habitación se volvió más espeso, más intenso.
Carlos la observó con fascinación. Conocía a Diana mejor que nadie, y siempre la había visto tan segura, tan decidida. Esta vez la había guiado con suavidad, creyendo que ella necesitaba un empuje, un permiso. Pero en ese momento entendió algo crucial: Diana no necesitaba que le dieran poder. Lo tenía desde el principio.
Gregorio, por otro lado, apenas podía respirar. La imagen de Diana, de pie frente a él, en ropa interior y mirándolo con esa expresión de mando, lo paralizó de una manera que nunca había experimentado antes. La chica que alguna vez había sido su novia, la que recordaba con timidez y miradas furtivas, estaba ante él convertida en una mujer que no pedía permiso, que no esperaba instrucciones.
Diana alzó una mano y la posó sobre el pecho de Gregorio, presionando con sutileza, pero con una autoridad clara.
—Si voy a hacer esto, va a ser a mi manera —susurró, deslizando sus dedos por su piel.
Gregorio cerró los ojos un momento, estremeciéndose bajo su toque.
Carlos sonrió por sentir su propio deseo avivándose al verla tomar el control.
—Muéstranos entonces, Diana —dijo en voz baja, inclinando la cabeza en señal de aceptación.
Ella giró lentamente hacia él, observándolo con intensidad.
—Sí —murmuró— Les voy a mostrar.
Diana sintió el poder recorriéndola como una corriente eléctrica. No solo porque tenía a dos hombres completamente entregados a ella, sino porque, por primera vez en su vida, estaba jugando a hacer realidad una fantasía que jamás creyó vivenciar.
Esa noche, las reglas las dictaba ella.
Diana sintió una oleada de poder recorrer su cuerpo, algo que no tenía nada que ver con la posesión o la sumisión, sino con el simple hecho de ser quien dictaba el ritmo, quien imponía las reglas. Carlos y Gregorio la observaban, expectantes, esperando su próximo movimiento, y esa sensación de control la hizo estremecerse de placer.
Se tomó su tiempo. No tenía prisa.
Pasó los dedos por su propia piel, sintiendo su propia temperatura, su propio deseo, su propio sexo húmedo. Quería que la desearan, pero también quería que entendieran que no iban a obtener nada sin su permiso. Quería verlos ansiosos, necesitados, rendidos ante su voluntad.
Sonrió con suficiencia y se cruzó de brazos, mirando a los dos hombres de su vida como si fueran piezas de un juego que solo ella sabía jugar.
—Voy a poner algunas reglas —dijo con voz pausada, disfrutando la manera en que ambos parecían contener la respiración—. Si quieren tocarme, va a ser cuando yo lo decida. Si quieren hacer algo, va a ser porque yo lo permito.
Carlos alzó una ceja, intrigado. Diana siempre había sido apasionada, pero nunca la había visto en una situación similar, no pensó verla tan dueña de sí misma. Y lejos de incomodarlo, lo excitó aún más.
Gregorio, en cambio, tragó saliva como antes lo había hecho Diana. Estaba acostumbrado a recordarla como la joven que solía seguirle el ritmo, que se sonrojaba con facilidad cuando coqueteaban. Pero esta Diana, la que estaba frente a él, lo hacía sentir vulnerable, lo hacía arder en una mezcla de ansiedad y deseo.
Ella se acercó primero a Gregorio, con una calma felina, dejando que la anticipación se construyera como un incendio controlado. Posó una mano en su pecho desnudo y presionó apenas con las yemas de los dedos, sintiendo cómo se tensaban sus músculos bajo su toque.
—Te has imaginado esto por mucho tiempo, ¿verdad? —susurró.
Gregorio asintió, incapaz de hablar.
—Dímelo.
Él exhaló un suspiro entrecortado.
—Sí…
Diana sonrió, satisfecha, verlo esperando sus pasos le hacía sentirse deseada por él una vez más.
—Bien. Pero hoy, yo decido.
Se apartó de él con la misma lentitud, volviendo su atención a Carlos. Su amante, su compañero, el hombre con el que había compartido tantas cosas, y que ahora la observaba con pura fascinación.
—Tú también esperaste este momento, ¿cierto? —preguntó, con un tono desafiante.
Carlos sonrió, sin dejarse intimidar.
—Sí, pero quiero ver qué harás con él primero.
Diana inclinó la cabeza y dejó escapar una risa suave, un sonido que electrizó el ambiente aún más.
—Eso me gusta. Pero no olvides que tú también estás bajo mis reglas esta noche.
Se deleitó con la forma en que ambos hombres la miraban: Gregorio, con deseo contenido y asombro, Carlos, con la tranquilidad de quien disfruta cada segundo de la seducción.
—Pónganse de rodillas —ordenó de repente, su tono firme, inquebrantable.
La tensión en la habitación se volvió insoportable.
Carlos la miró con diversión, pero cumplió la orden sin dudarlo. Gregorio vaciló un segundo, pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Diana, entendió que no había otra opción.
Diana los tenía exactamente donde los quería.
Esta noche, los placeres eran suyos, y ellos solo podían seguir su voluntad.
Entre el poder y el deseo
Ella, casi desnuda, sabía que su poder radicaba precisamente en eso, en el cuerpo, en su cuerpo. Sabía que Carlos conocía sus movimientos ondulantes sobre él, que ella no tenía miedos ni complejos en sentir, y hacer sentir pasión desbordada de mil formas diferentes, iba a aprovechar esa ventaja de mujer seductora.
Gregorio no podía menos que mirarla con hambre de sexo apasionado, pero de repente, sonríe como reaccionando al juego perturbador. Mira a Diana con sus ojos penetrantes y esa mirada que la atravesaba desde ese día en que se conocieron, se levantó del suelo y caminó hasta llegar al viejo sillón alejado de la sala.
Carlos quedó arrodillado ante Diana, sorprendido con la reacción de Gregorio que hasta ese momento parecía tímido, dócil y dispuesto a cumplir órdenes.
Diana dejó ver una sonrisa suave y hasta tímida, le alegra ver que empezaba a salir su verdadera personalidad. La que a ella le encantaba.
Diana con su voz fuerte, y hasta mandona, invade la sala, Carlos y Gregorio escuchan casi como un grito sus palabras:
—¡Gregorio! no te salgas de mi control, te alejaste, ahora te quedaras ahí hasta que yo te diga.
Gregorio asentó con la cabeza y lanzó esa mirada que no podía apartar de ella, la recordaba siempre impositiva y luchando con él para demostrar su poder de mujer segura. Eso le encantaba, nunca la olvidaba.
Diana le sonríe coqueta y cómplice, sabe lo que piensa. Carlos sigue de rodillas ante ella. Se pone a su altura y lo besa acariciando su espalda. Abriendo sus ojos mira a Gregorio que está detrás de ellos. El ángulo de Gregorio no es el mejor para poder ver la escena, pero lo que sí ve son los ojos de Diana que se cierran apasionados mientras besa a Carlos. Por momentos ella dispara su mirada sabiendo que Gregorio la ve. Lo mira intencionadamente diciéndole esas cosas que jamás él escuchará, pero que sabe. Claro que… ahora las cosas, seguramente cambiarán.
No se deja ahogar en sus pensamientos y en un momento, se levanta, se sienta en el sillón del lado opuesto a la posición de Gregorio, Carlos se ubica en un mueble en el centro.
Su ángulo es perfecto para disfrutar de lo que vendría después.
El ambiente se hacía cada vez más apasionado y aventurero, de cierta manera, ninguno de los tres había vivido una situación similar, así que la fantasía invadía sus cabezas y transformaba el lugar en una escena de película erótica que jamás creyeron protagonizar.
Diana por un momento camina y desaparece.
De pronto se escucha música suave, que a esta altura es envolvente y seductora.
Aparece Diana y ambos hombres levantan la mirada, no pueden dejar de verla; ella lo sabe. Comienza su baile ondulante alrededor de una silla, un sombrero cubre de lado su cara, su tanga brasilera y sus senos descubiertos son un deleite. Se sienta, abre sus piernas que siempre han sido su atractivo, y, al compás de la música toca con gracia y sensualidad sus muslos, empina sus pies y recorre de arriba abajo sus piernas en un juego de abre y cierra, que lleva al camino del éxtasis a esos dos hombres que expelen su olor y humedad como animales en celo.
Diana hace su show mientras piensa en que no se debe dejar ganar por los nervios. Aunque se ve segura de sí misma y fuerte como siempre, en realidad está invadida por el miedo. Es una mujer apasionada, que le gusta el sexo en pareja y jamás creyó estar en una situación, ni medianamente igual, a la que estaba viviendo. No sabía cuál sería el final.
La música sigue sonando; Gregorio y Carlos con ansias locas de ir hasta ella se contienen, la miran ejecutando su acto con tal sensualidad que sus cuerpos tenían que reaccionar al estímulo visual en que se convertía Diana, su virilidad era evidente. Ella, por su parte, entregada a su acto para dominar los nervios, coge el sombrero que lleva puesto y descubre su cara mordiendo los labios, abriendo la boca y dejando ver su lengua recorriéndola, ya, en este punto, desea ser besada. Usa la pared colocando sus manos sobre ella y deslizando su cuerpo, mostrando de espalda esa tanga brasilera que deja ver su trasero seductor, pero que también deja a la imaginación lo que hay más allá.
Con las piernas abiertas se ven sus manos acariciando sus muslos, gira quedando frente a ellos, acaricia sus senos al compás de You Can Leave Your Hat On y como imaginó Joe Cocker, el sombrero ayudó al show tapando y destapando, dejando ver su cuerpo seductor. En medio de movimientos que muestran su elasticidad llega hasta Gregorio, lanza el sombrero y se quita una pañoleta que había pasado inadvertida en su cintura, intenta amarrarla alrededor de sus ojos, pero él aprovecha su cercanía y la atrapa con sus brazos.
—¡Gregorio! no puedes tocarme.
A él no le importa lo que dice, la tiene entre sus brazos
—No puedes prohibirme nada, dijo él, y guiándose por su instinto le acaricia la cara y busca su boca. Carlos no pierde la concentración sobre ellos, ve como Gregorio suavemente y con una delicadeza infinita, acaricia con sus dedos la punta de los pezones erectos de Diana, esos que a Carlos enloquece cada vez que los acaricia sintiéndolos duros cuando la lleva al éxtasis.
Ella se deja consumir por su deseo atrapado en el tiempo. La lengua de Gregorio entra como una caricia en la boca de Diana, las manos sobre sus senos. Ella siente el calor que invade sus piernas y que moja su tanga. Ella le corresponde con tal pasión que por un momento olvidan que Carlos los mira. Al reaccionar, Diana se separa respirando hondo y mira los ojos de Carlos, quien le da tranquilidad al hacer un gesto de aprobación.
Diana no recordaba los besos de Gregorio, los años habían pasado, pero solo un instante había sido necesario para recordar, que siempre, se mojaba sintiendo su boca sobre la suya, que sentía un temblor en sus piernas dándole la sensación de querer abrirlas para dejarlo entrar sin peros, que su lengua húmeda en su boca, siempre le pareció cálida y seductora. Y que antes, como ahora, deseaba sentirla más abajo de su cintura.
Y Gregorio lo entendió sin palabras. Bajó, sin apuro, besándola en un recorrido lento, ardiente, que fue desde su cuello hasta el valle tibio entre sus pechos, deteniéndose en sus pezones, que ya estaban sensibles y receptivos. Los acarició con la lengua, los lamió, los succionó con esa delicadeza apasionada que tanto él como Carlos sabían ejecutar. Diana se arqueó hacia él, dejando escapar un gemido que parecía brotar desde el vientre.
Luego siguió su camino hacia el ombligo, hasta la tanga empapada que apenas contenía el deseo. La lengua de Gregorio rozó esa tela, saboreando el olor, el sabor anticipado. Diana abrió más las piernas, apoyada contra el respaldo del sofá, con los ojos cerrados, entregada, expectante. Carlos observaba todo desde el sillón, con los dedos rodeando su propia erección, atrapado en el espectáculo que se desarrollaba frente a él como una escena sagrada.
Gregorio bajó la tanga con los dientes, lento, provocador. El aire tibio de la sala acarició la piel húmeda. Diana, que tembló apenas, se la quitó por completo, la dejó caer al suelo como si fuese una bandera rendida, y sin apartar los ojos de los suyos, se inclinó para besarle el monte de Venus con una ternura que contrastaba con la tensión del momento. Luego, con la lengua, la dividió, la abrió y la exploró.
Diana jadeó. La lengua de Gregorio se movía con precisión, con hambre, con experiencia. La lamía entera, subía y bajaba, se detenía justo donde ella lo necesitaba, y luego se alejaba, para volver con más fuerza, más velocidad, más calor. La devoraba.
Ella separó más las piernas, se sujetó del sofá para no desmoronarse, y comenzó a moverse con él, marcando el ritmo. Dejarse llevar era su lema: ¿cómo sentir si no lo hiciera? Cada tanto, Gregorio alzaba la vista para verla retorcerse, y eso lo excitaba aún más.
Carlos se acercó por detrás. No dijo nada. La besó en la nuca y bajó por su espalda, mientras sus manos le acariciaban los costados, los muslos, la piel ardiente. Se arrodilló detrás de ella, y comenzó a besarle cada milímetro del cuerpo despejado, mientras Gregorio seguía con la boca hundida entre sus piernas. Diana sentía ambas lenguas recorriéndola, tocándola y abriéndola. El placer la partía en dos.
No había tiempo ni reglas. Solo el cuerpo.
Carlos con su lengua en las nalgas de Diana la lamió con lentitud desde ahí hasta la base de la espalda. Ella gritó. Gregorio introdujo dos dedos dentro de ella con una suavidad abrumadora, mientras seguía lamiendo sin freno, encontrando el punto exacto que la hacía temblar.
Diana sintió un calor desbordante, ese cosquilleo incesante que siempre sentía al llegar al éxtasis, lo sintió sin aviso. Un orgasmo súbito la tomó por sorpresa. Su cuerpo se contrajo y sus piernas flaquearon, sus gemidos fueron húmedos, abiertos, animales. Ambos hombres la sostuvieron, la cuidaron. Ella jadeaba, mareada, con el cuerpo entregado a la pasión y aún en llamas.
—Todavía no terminamos —susurró Carlos al oído, con la voz ronca.
—Esto recién empieza.
Gregorio le acarició el rostro. Diana los miró, sonrió, se mordió el labio y dijo:
—Entonces, los quiero en mí.
La pasión consumada
Gregorio se levantó primero, la tomó de la mano y la ayudó a incorporarse. Carlos ya estaba completamente desnudo y su erección firme era la evidencia de cuánto deseaba estar en ella, con ella. Diana se arrodilló entre los dos. Miró primero a Gregorio, después a Carlos. Sonrió como si estuviera eligiendo a quién devorar primero. No se decidió.
Tomó el sexo de Gregorio con una mano, el de Carlos con la otra. Los acarició, los lamió, los besó. Alternaba entre uno y otro, abría su boca lo suficiente para lamer desde la base hasta la punta, sintiendo cómo temblaban bajo su lengua. Los miraba desde abajo, con los ojos brillantes, su cabello negro. Cada gemido de ellos era una victoria.
Gregorio soltó un gruñido cuando ella lo tomó entero en la boca, profundo, lento, y Carlos jadeó cuando sintió cómo con la otra mano lo apretaba justo como a él le gustaba. Luego, cambiaba. Era una coreografía salvaje, oral y perfecta.
Gregorio no aguantó más. La levantó, la besó con fuerza, con hambre, y la guió hasta el sofá. Ella se recostó boca arriba, con las piernas abiertas, temblando otra vez. Gregorio se metió entre sus piernas, la penetró con un solo empuje que los hizo gritar a los dos. Ella lo recibió con un movimiento de cadera que lo hizo hundirse aún más.
Mientras él la embestía, Carlos se acercó desde atrás del sofá, y Diana, con la boca entreabierta y la mirada sucia de deseo, la buscó. Tomó el falo con la mano y lo metió en su boca otra vez, mientras Gregorio arremetía con fuerza. La escena era pura carne, sudor, olor a sexo y respiraciones desbordadas.
Diana se dejaba llevar. Tenía un hombre en ella, otro en la boca. Sentía las embestidas, el vaivén del cuerpo, la presión deliciosa del sexo por todos lados. Gemía con los labios ocupados, y Carlos no podía más: le acariciaba el rostro, le hablaba con voz ronca, le decía lo hermosa que se veía así, tan lujuriosa y suya.
Gregorio le lamía los senos mientras seguía penetrándola, ahora más lento, profundo, sintiendo cómo Diana se contraía a su alrededor, húmeda, abierta y dispuesta. Carlos se acercó aún más, y Diana se lo permitió. Gregorio salió de ella y Carlos tomó su lugar sin pedir permiso.
Ella lo sintió entrar, voluminoso, duro, y se estremeció. Él la tomó de las caderas y comenzó a moverla con una fuerza controlada, dominando el ritmo. Gregorio se sentó cerca de su cabeza y ella lo buscó con la boca, ya sin hablar, solo gemidos, solo placer.
Estaban sincronizados.
Diana volvió a tocarse, a mojarse más. Cada embestida era un temblor en su centro. Carlos la llenaba por dentro, Gregorio la acariciaba por fuera, sus dedos, su boca, su mirada fija en la forma en que ella se perdía entre los dos. No había control. No había culpa. No había otra cosa más que eso: el ahora.
Y entonces, Diana volvió a sentir el cosquilleo y el ardor de su cuerpo que la atravesó otra vez, más fuerte, más descontrolado. Gritó. Carlos aceleró y la siguió, se vino dentro de ella con un gemido gutural. Gregorio jadeó, apretó los dientes y acabó en su boca, en su rostro, con la respiración entrecortada.
Quedaron los tres exhaustos. Cuerpos entrelazados. Piel contra piel. Sudor y fluidos compartidos.
Diana cerró los ojos, con una sonrisa nueva. No sabía qué iba a pasar después. Pero por ahora, estaba exactamente donde quería estar.
No pasaron ni unos minutos. El sudor aún corría por sus cuerpos, pero el deseo no se había apagado, solo había mutado en algo más apasionado, más sucio y visceral.
¿Final de una fantasía?
Diana fue la primera en moverse. Se levantó despacio, caminó hasta la silla donde antes había hecho su baile. Sus piernas seguían temblando, pero su mirada ardía. Se sentó ahí, las piernas bien abiertas, mostrando sin pudor la humedad, el caos que los tres habían provocado. Se tocó con los dedos todavía húmedos, los llevó a su boca y los chupó mirándolos, lenta, provocadora.
—¿Se cansaron ya? —dijo. Y ninguno respondió con palabras.
Carlos fue el primero en acercarse. Cayó de rodillas frente a ella, con la ternura propia del amor que florece después de la aventura. La besó. Sus manos la recorrieron, rodeó sus senos acariciando sus pezones erectos y duros. No había ni un centímetro de piel que no quisiera acariciar, bajaba hasta su intimidad y regresaba para mirarla.
Gregorio no se quedó atrás. Se acercó por detrás de Diana, sus manos recorrieron sus hombros, su cuello, su espalda sudada, sus costados. Luego, bajó. Acarició sus caderas y lentamente volvió a endurecerse. Diana lo sintió, y con una media vuelta lo buscó con la mano. Le sonrió, hambrienta.
Carlos no se detenía. La hacía vibrar con los dedos, la devoraba de una forma sublime, su ternura hacia su labor, su cuerpo respondía ante esa mezcla de amor y pasión. Gregorio se inclinó y la besó en la boca mientras ella temblaba por las oleadas que le nacían desde el centro. El beso fue profundo, húmedo, con mordidas, con desesperación.
—Los quiero a los dos —dijo ella, jadeando, apenas separando los labios de los de Gregorio—
Carlos se levantó, la cargó con fuerza, y la llevó a la alfombra, donde la colocó de rodillas. Gregorio se ubicó frente a ella. Diana lo besó en la boca mientras Carlos, desde atrás, la seguía besando y acariciando, se sentía sublime, era imposible no sentirse sensual y provocativa.
Ahora era ella entre ambos, siendo tomada, usada, deseada. Y le encantaba. La sinfonía era perfecta: jadeos, gemidos, cuerpos que se chocaban, lenguas que se perdían, miembros erectos que la poseían.
Gregorio la acariciaba mientras gemía con los ojos cerrados. Carlos la toma de las caderas, dándole con ritmo firme, intenso, haciéndola chocar contra su pelvis una y otra vez.
—Estás tan mojada, Diana… susurró Carlos entre dientes.
—Y tú estás tan adentro… dijo ella con la boca llena de Gregorio.
Se cambiaron de posiciones una y otra vez. Diana empapada, con el cabello despeinado y la boca abierta, mientras el otro le acariciaba los pezones, la besaba, la guiaba, la mordía. Después, al revés. Y luego, juntos otra vez. Ella, entregada. Ellos, rendidos a ella.
El sexo ya no tenía forma, era fuego líquido. Las respiraciones eran cortas, las manos estaban en todas partes, los cuerpos vibraban con cada embestida, cada gemido, cada nuevo roce.
Cuando Diana volvió a acabar, gritó sin pudor, empujando sus caderas contra ambos, con la piel erizada y el corazón latiendo en su garganta. Carlos la siguió segundos después, descargándose en su vientre. Gregorio vino luego, en su espalda, con un gemido ronco que estremeció a los tres.
Se dejaron caer uno sobre otro. Exhaustos. Llenos. Revueltos. El silencio volvió con olor a sexo y a piel caliente.
Pero Diana, todavía con esa sonrisa en los labios, pensaba en lo que podía pasar… si lo hacían una vez más.
Con la sensualidad que la caracterizaba cuando estaban en esas lides, ella se levantó aún fascinada por aquella sesión de ternura, sexo y erotismo. Los miró y ellos, exhaustos y expectantes a ella, escucharon sus palabras:
—Señores, jamás olvidaré este día, ustedes tienen la última palabra. Si quieren que el mundo siga a nuestros pies o terminamos aquí y ahora.
Ellos guardaron silencio y tan solo la miraron.