
Capítulo I
Diana no buscaba amor.
Buscaba deseo. Fuego. Un espacio donde pudiera ser solo cuerpo y saciedad, sin excusas y sin culpa.
Se lo había tragado todo: El matrimonio correcto, el hombre pasivo, la rutina que olía a una repugnante lavanda y cansancio. El sexo en su casa era un trámite sin volumen, sin ritmo y casi sin placer. Un roce breve, un gemido reprimido, una ducha después. Ella se vestía sintiéndose invisible. Su esposo jamás le preguntó qué la excitaba.
Pero su cuerpo no había olvidado.
Solo esperaba.
Y Juan fue la chispa.
Lo conoció en un evento militar. Él se imponía desde lejos con su uniforme impecable, la espalda recta, su sonrisa pícara y voz de mando que da el rango. Tenía esa arrogancia simpática de los hombres que saben que todos lo admiran. Mujeriego, sí, pero atractivo. No ofrecía nada. No pedía nada. Solo irradiaba un poder que excitaba sin esfuerzo.
Y a Diana la atrapó.
Esa noche no se dijeron más de cinco frases. Pero bastó un cruce de miradas y el roce casual de una copa entre dedos para que ella imaginara cómo sería montarlo sin tregua, abrirse de piernas para él, oírlo gemir con la voz rota y las venas marcadas.
No pensó en las consecuencias. Pensó en el vértigo, en cómo sería.
Y lo llamó.
Capítulo II
La primera vez que Diana fue a su apartamento, no llevaba ropa interior.
Eligió una falda que se abría fácil, una camisa de seda que dejaba ver la curva exacta de sus pechos.
Él la esperaba en silencio, con un whiskey doble y una tenue música en el fondo. No hubo conversación.
Juan la miró y simplemente dijo:
—Te imaginé muchas veces así. ¡Me fascinas!
Ella se acercó y le quitó el vaso de la mano.
Lo bebió de un trago.
Y sin pedir permiso, lo besó.
El primer beso fue una conquista.
Diana lo empujó contra la pared, lo arrinconó, su corazón se iba a salir del pecho, lo acarició entre las piernas con una osadía que no recordaba tener, sentir la lengua de ese hombre en ella era la fantasía hecha realidad.
Juan, sorprendido, se sometió. Y eso la encendió.
Se desnudaron sin apuro.
Ella bajó la cremallera de su enterizo haciendo que se cayera al piso. Él soltó boton por boton de su blusa, cuando cayó miró fascinado sus pezones erectos ante él.
Él la alzó en brazos y la llevó al sofá.
Diana se abrió sobre él, húmeda, desesperada por sentirlo. Se frotó contra él mientras le mordía el cuello.
—No quiero mentiras—le susurró al oído—. Solo quiero que me muestres tu poder
Juan sonrió.
—Orden recibida.
La besó con delicadeza, sus caricias fueron un camino sublime, la penetró lento, profundo.
Ella gimió, sus uñas en él, quiso más, mucho más, y lo exigió.
Y él obedeció.
Pero ella mandaba.
Y él lo sabía.
Capítulo III
Así empezaron los martes.
Se veían solo ese día. Ni antes ni después.
El pacto era simple. No hablar del mundo. Solo de sexo.
Juan, acostumbrado a la autoridad, se desarmaba en la cama con Diana.
La adoraba con la lengua, sus manos como de artista, lograban separar sus piernas con una precisión experta, como una caricia que la abre al placer.
Ella lo montaba con fiereza.
Le ordenaba.
Le susurraba: “No te vengas aún”, “No hables”, “solo siente”.
Y él, militar forjado, se sometía feliz.
Diana empezó a descubrir una versión suya desconocida.
Más segura. Más erotizada. Más viva, por él.
Se vestía con lencería para ir a verlo. Usaba perfume en la entrepierna. Se miraba al espejo y se sentía devorada, incluso antes de llegar.
Le encantaba cuando Juan le decía:
—Eres mi adicción del martes.
Y aún más, le encantaba que no la quisiera retener.
Eso la hacía entregarse más.
Pero pronto el deseo creció.
Se volvió más audaz. Más atrevido..
Y una noche, mientras Juan la tenía con las piernas sobre sus hombros, susurró:
—¿Te excitaría si alguien nos mirara?
Diana se estremeció.
No contestó.
Solo apretó más fuerte con el sexo.
Juan lo entendió.
Y pensó en Marta.
Capítulo IV
Marta era la amiga a la que Diana le contaba todo. Y a la que todo le excitaba.
Cada miércoles, después de esos encuentros, Diana le describía los detalles. Cómo Juan la lamía desde atrás, cómo la hacía gritar sin mover los labios, cómo la hacía terminar sin tocarle el clítoris.
Y Marta, al otro lado del teléfono, se tocaba en silencio.
Cuando Diana le propuso que viniera a ver, Marta no dudó.
Solo preguntó:
—¿Dónde me siento?
Capítulo V
La noche fue perfecta.
Marta, en la silla frente a la cama.
Diana y Juan, desnudos, transpirados, encendidos.
Ella lo montó con una lujuria aún más intensa, sabiendo que una mirada femenina la recorría.
Juan la besaba en los pezones, le mordía las caderas.
Ella lo tenía adentro, mojada, libre.
Y Marta, sin tocarse, temblaba.
Diana le sostuvo la mirada cuando se vino.
Y Marta se sintió poseída.
Juan acabó jadeando, con la boca en su cuello, mientras Marta salía en silencio.
Después, Diana se recostó.
Juan le besó la frente.
Y sin mirarla, dijo:
—Eres más peligrosa que un avión en picada.
Ella sonrió.
—No digas estupideces.
Y pensó que nunca había sido tan feliz como en ese instante.
Sudorosa, adorada, observada.
Deseada.
Amante.
Libre.