TIERRA FÉRTIL DE DESEO.

Tierra fértil del deseo

Ella con sus 54 años,  una habitación que olía a suavizante para ropa y soledad. Sandra no se sentía vieja, pero a veces, en la rutina callada de sus días, se preguntaba si su cuerpo seguía siendo tierra fértil para el deseo o si el eros se le había dormido en algún pliegue del pasado. Separada, sí.  Mujer… eso se lo estaba preguntando poco a poco, cuando recordaba esas canciones  que alguna vez la hicieron bailar. Conocer el amor y la pasión.

Una tarde cualquiera, mientras limpiaba su mesa de noche, lo encontró. No era nuevo. Un regalo de cumpleaños de una amiga atrevida que, entre risas, le había dicho: “Por si algún día decides volver a ti”. Lo había guardado con esa mezcla de curiosidad y pudor que tienen las mujeres que fueron educadas para servir antes que para sentir. Pero esa noche, sin demasiadas preguntas, con las cortinas cerradas y el corazón palpitante, Sandra  lo sacó de su caja. 

Pensó – ¿Y por qué no?–

Era un vibrador pequeño, discreto, de un color vinotinto llamativo. Al tacto, parecía un secreto. Lo sostuvo entre los dedos como si fuera una mariposa dormida, y luego encendió la lámpara tenue, su cómplice de lecturas nocturnas. Se desvistió sin ritual, pero con respeto. No por el juguete, sino por sí misma. Se miró al espejo y no se juzgó. Ahí estaban sus caderas, sus pechos, su vientre, sus nalgas, su piel que contaba historias y que la verdad, no recordaba porque nunca se miraba. Sonrió.

Volvió a la cama. Se recostó entre las sábanas limpias y dejó que la mano derecha dibujara lentamente el camino desde el cuello hasta el monte de Venus. Respiraba lento, profundo, como quien se escucha por dentro. Sus dedos fueron despertando zonas que creía dormidas, hasta que decidió encenderlo. El zumbido fue leve al principio. Una vibración tímida, casi como un murmullo. 

Se tocó los pechos con el vibrador y recordó una vez, en un ascensor, cuando un desconocido la miró con hambre contenida y ella, apenas por dentro, se mojó. Luego lo deslizó por sus muslos y lo acercó a su sexo. Lo rozó sin entrar. Cerró los ojos. 

El mundo se achicó al tamaño de su respiración. Pensó en aquel amante del pasado que la besaba en la nuca cuando el agua tibia caía generosamente de la ducha mientras que su miembro erecto y húmedo la rozaba por detrás. Y más abajo, cuando rozó el vello púbico que se niega a volverse cana, pensó en otra escena, una que nunca vivió: Una biblioteca vacía y un joven librero cerrando la puerta con llave mientras la acorrala entre los anaqueles y le quita la ropa sin dejar de mirar sus ojos.

Sandra reaccionó al darse cuenta como hacía años no sentía. Su clítoris reaccionó como si reconociera una antigua canción. El juguete se volvió una extensión de su deseo, una lengua eléctrica que le hablaba directamente a sus fibras más íntimas. Sandra gemía, no fuerte, no escandalosa, sino con ese gemido hondo que nace del alma y que termina en la espalda. Cerró los ojos y se vio fantaseando con su médico. Ese hombre apuesto y viril que siempre le habla de los peligros del colesterol con su voz grave y autoritaria. Imaginó que la revisaba sin bata, que la hacía tumbarse en la camilla, que la tocaba para “verificar la sensibilidad”, que su aliento le decía lo contrario. Imaginó otra versión de sí misma, descarada y hambrienta, empujando al médico contra la pared y diciéndole “Es hora de que me examine a profundidad, doctor”.

Entre sensaciones, fantasías y vibraciones también reía, todo al tiempo, sin pausa. lo disfrutaba, ¿Por qué no lo hice antes? ¡soy muy boba! pensaba, porque el momento le daba hasta para pensar. 

Jugó con la intensidad. Subió la velocidad. Cambió el ángulo. Se exploró con una combinación de ternura y atrevimiento, pero sin llegar a la profundidad de su ser, no se atrevía. No se apuró. No buscó un final rápido. Se dejó llevar por las olas, por la humedad, por el gozo de saberse viva. Su respiración se hizo más profunda. 

La habitación entera era un teatro de sus fantasías. Ella siendo observada mientras se desnudaba frente a la ventana de un lujoso hotel. Ella bailando sola con un vestido transparente y revelador frente a un grupo de hombres que la miraban con deseo. Ninguno era real, pero todos la hacían recordar lo viva que estaba.

Cuando el orgasmo llegó, lo hizo sin permiso, sin anuncio, como un relámpago que parte el silencio en dos. Gritó, lloró y luego se rió. Fue ella, entera. Ni madre ni esposa. Tan solo mujer.

Apagó el juguete y se quedó un rato abrazada a sí misma. No era solo placer físico. Era una reconexión. Un reencuentro con el cuerpo que había alimentado, amamantado, llorado y reído durante décadas. Había en ese cuerpo un mapa. Y ella, por fin, estaba dispuesta a explorarlo.

Desde esa noche, el cajón de la mesa de noche ya no fue un almacén de cosas olvidadas. Era un templo de placer. Y cada vez que lo abría, no buscaba sexo sino presencia. Buscaba ese momento exacto en el que la piel vuelve a decir “aún estoy aquí y quiero experimentar”.

Porque el deseo, a los 54, ya no arde como fuego joven. No. Brilla como una lámpara encendida al borde de la noche. Firme, serena y profunda. 

Esa noche, Sandra entendió que el deseo no es un accidente ni un recuerdo. Es como una casa cálida y acogedora que ella, por fin, había vuelto a habitar.

En un rincón del mundo, existe una mujer solitaria que ha hecho de su soledad su refugio. Su vida transcurre entre rutinas cotidianas, pero en su interior, un universo de fantasías de amor y placer florece. A medida que el sol se oculta tras el horizonte, ella se sumerge en sus pensamientos y empieza a crear historias que la llenan de emoción.

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