
Pasaba uno y otro día como en los últimos 15 años. Un matrimonio feliz pero sumido en la más profunda rutina sexual. Ella ya sabía cuándo él quería estar con ella, cuando quería sexo. Los mismos besos, las mismas caricias que ella tenía grabadas en su piel, en su mente, en ese sentimiento de decepción que la embargaba cuando solo pensaba.
Él sabía que todo estaba monótono, pero no se sentía con la libertad de hablar con ella, con la mujer que amaba, su esposa por más de 15 años. Recordaba el sexo ardiente por aquellos días cuando eran jóvenes y empezaban su noviazgo. Tal vez era pasión escondida que se ocultaba a los padres, tal vez la novedad de empezar juntos, no lo sabía con exactitud, lo que sí estaba claro era que después de los hijos y del implacable tiempo, el sexo ya no era igual, y ese fuego del comienzo amenazaba con extinguirse.
Así, ambos, sumidos en sus pensamientos, cada uno en sus cavilaciones pensaban en cómo hablar con el otro, pero ninguno de los dos se atrevía a proponer el tema. ¿Qué podríamos hacer para volver a avivar el juego? Esa era la pregunta, pero ¿Cómo hacerla sin ofender al otro o que creyera que el amor ya no era el mismo?
Fernanda todas las noches miraba a su esposo, pero no salía ni una sola palabra de su boca hasta que decidió que tenía que hacer algo por su matrimonio. Ella no se sentía feliz. Debía decirlo para tomar medidas o terminaría sintiendo hastío y huyendo de su hogar.
—Francisco, quiero hacer algo diferente, me aburre el sexo de siempre—
Lo dijo rápido y sin respirar. Después de soltarlo, un suspiro profundo. Solo esperó la respuesta de él.
—Pero Mónica…— solo atinó a decir seguido de un silencio infinito.
Sí, ya no puedo más con esto, tenemos que hacer algo, no puedo creer que tú no sientas lo mismo. Nuestro sexo se ha vuelto monótono, hacemos siempre lo mismo. Parece una lección que repetimos sin derecho a quitar el dedo del renglón.
Increíblemente él asintió con la cabeza y agachó la mirada. Ella lo abrazó y mirándolo a los ojos le dijo cuanto lo amaba, pero que quería experimentar otras cosas para tener un sexo diferente.
Proponme algo — dijo Francisco—
Mónica, sin dudarlo, le contó que había estado buscando por internet información sobre juguetes sexuales y que le llamaba la atención los vibradores que eran de colores llamativos y se veían fáciles de usar.
¿Compramos uno? — preguntó Mónica— pero antes de tu respuesta, si los compramos lo usamos los dos, en los dos, no es para mí sola.
Una sonrisa apareció desde la comisura de sus labios y Francisco solo dijo: “¡Pero eso es para mujeres!”
Mónica le respondió— ¿y quién dijo eso? —
La caja era pequeña, discreta, pero su contenido ardía de promesas.
Cuando Mónica la sostuvo entre las manos, sintió una mezcla de nerviosismo y deseo recorrerle la espalda. La había comprado con Francisco esa misma tarde, después de semanas de conversaciones al oído, miradas que se prolongaban más allá de lo inocente, y un juego de provocaciones cada vez más atrevido. La decisión no fue impulsiva, aunque sí temblorosa: querían salir del guión, romper la rutina, explorar.
Ya en casa, con las luces bajas y la música acariciando las paredes, Mónica deslizó los dedos sobre el cartón sedoso. Francisco la observaba desde la cama, apoyado en los codos, con una sonrisa que mezclaba curiosidad y una pizca de ansiedad contenida.
—¿Lo abrimos? —preguntó él, con la voz apenas un susurro.
Mónica no respondió. Abrió la caja. El vibrador apareció entre papeles. Pequeño, curvo, de un rosa oscuro. Lo tomó entre los dedos y lo encendió. Un zumbido bajo, profundo, casi como el ronroneo de un felino, llenó el silencio del cuarto.
—Parece… agreste —dijo ella con una risa baja.
—Pero no lo subestimes —respondió Francisco, acercándose a ella, deslizándole las manos por la cintura.
Se besaron con lentitud. Sin prisa. El juguete quedó entre ellos por un momento, olvidado, como si el deseo necesitara primero reconocerse de nuevo sin artificios. Se desnudaron con el cuidado de quien desempaca un regalo frágil. Las pieles se buscaron, se rozaron. Mónica guió la mano de Carlos hasta el vibrador, y él lo encendió de nuevo. Lo apoyó suavemente en la parte interior de su muslo, y ella abrió los ojos, sorprendida por lo inmediato del placer.
Lo que siguió fue un ritual de descubrimiento. El vibrador se convirtió en una extensión de sus caricias, en una forma de jugar, de provocar, de soltar risas tímidas y gemidos profundos. Mónica lo dirigió sobre su vientre, sus caderas, entre sus pechos, mientras Francisco la observaba con fascinación como si la viera por primera vez.
Luego él lo usó con delicadeza y precisión, mientras la besaba en el cuello, y ella se arqueaba como una ola que no quiere tocar la orilla. Cuando por momentos, era consciente de lo que sentía. Francisco escuchaba su risa entre gemidos.
Pero luego fue ella quien tomó el control. Lo miró con una chispa en los ojos, de esas que no admiten resistencia.
—Ahora tú —le dijo, casi como una orden envuelta en terciopelo.
Francisco se recostó, curioso, entregado. Mónica bajó lentamente por su torso, besándolo, acariciándolo, hasta sostener el vibrador entre los dedos. Lo encendió y lo deslizó por su abdomen, describiendo círculos que hacían temblar su respiración. Lo llevó entre sus piernas, con suavidad, con ritmo, explorando los límites del placer masculino, observando cómo él cerraba los ojos, cómo se tensaban sus músculos, cómo el deseo lo tomaba por sorpresa.
—¿Así está bien? —preguntó ella, con la voz entrecortada.
Francisco asintió, apenas, con un suspiro entre risas y gemidos entrelazados.
Era distinto, nuevo, estimulante. No se trataba solo del juguete, sino de la intimidad que se creaba en ese momento, del permiso mutuo para sentir, para jugar, para abrirse sin pudor.
Después, exhaustos, se quedaron abrazados. El vibrador descansaba en la mesita de noche, aún con el calor de sus juegos impregnado en su forma. Francisco le acarició el cabello a Mónica, y ella sonrió con los ojos cerrados.
—¿Te gustó? —preguntó él.
—Me encantó —susurró—. Pero lo que más me gustó… fue verte entregarte también.
El silencio que siguió no fue vacío, sino pleno. Una promesa flotaba en el aire: Apenas estaban comenzando.
La segunda noche llegó sin necesidad de palabras. Lo sabían. Estaba en la forma en que Mónica lo miraba antes de cenar, en la forma en que Francisco la miró desde la cocina, sin atreverse a tocarla todavía. Lo que habían compartido la noche anterior había abierto una compuerta. Y lo que aguardaba ahora no era una repetición, sino un paso más allá.